La vida humana transcurre en el contexto de una delicada red de relaciones tejidas sobre una trama de vínculos y reciprocidades. Los vínculos establecen puntos de soporte o cruce de esta red de hilos relacionales; entre los puntos se dan fuerzas de tensión y compresión que interactúan recíprocamente para establecer la cualidad y el colorido de ese tejido de consciencia.
Vínculos y reciprocidades establecen la calidad de las relaciones con nosotros y con los otros. El primer vínculo con el mundo externo se da a través de nuestros padres y estos vínculos primitivos siguen determinando en gran medida la manera como nos relacionamos por el resto de la existencia, lo que, a su vez, es un indicador mayor de la calidad de nuestras vidas. La manera como nos vinculamos, establece por ejemplo que asumamos actitudes dependientes o autónomas, que seamos capaces de autogestión y libertad, o que asumamos la actitud autocompasiva de la víctima.
Pero antes del vínculo con padre y madre hay un vínculo esencial, con aquello que realmente traemos a esta vida: el alma. Identificados con la apariencia, el cuerpo, el placer o el poder, la familia, el nombre, o el renombre, frecuentemente nos olvidamos de nuestro verdadero anclaje a la vida, el alma.
Cuando alguna vez perdemos la noción del tiempo del reloj, y experimentamos la leve y gratuita sensación de la unidad con todo, rescatamos existencialmente la conexión esencial con el alma. Entonces, una poderosa corriente nos lleva en su seno aportando un potencial desconocido a todas nuestras acciones.
El alma aclara el pensamiento, fortalece y purifica el sentimiento, genera el acto puro en el que pensar, sentir y actuar, más que fases separadas y distintas, se convierten en el proceso de fluir del ser total. En el alma se restablece la unidad perdida, todas las hojas y las ramas de la vida se unen al mismo tronco, son nutridas por la misma savia; la corriente de la vida canalizada desde el alma inunda de amor el corazón.
Vínculos y reciprocidades establecen la calidad de las relaciones con nosotros y con los otros. El primer vínculo con el mundo externo se da a través de nuestros padres y estos vínculos primitivos siguen determinando en gran medida la manera como nos relacionamos por el resto de la existencia, lo que, a su vez, es un indicador mayor de la calidad de nuestras vidas. La manera como nos vinculamos, establece por ejemplo que asumamos actitudes dependientes o autónomas, que seamos capaces de autogestión y libertad, o que asumamos la actitud autocompasiva de la víctima.
Pero antes del vínculo con padre y madre hay un vínculo esencial, con aquello que realmente traemos a esta vida: el alma. Identificados con la apariencia, el cuerpo, el placer o el poder, la familia, el nombre, o el renombre, frecuentemente nos olvidamos de nuestro verdadero anclaje a la vida, el alma.
Cuando alguna vez perdemos la noción del tiempo del reloj, y experimentamos la leve y gratuita sensación de la unidad con todo, rescatamos existencialmente la conexión esencial con el alma. Entonces, una poderosa corriente nos lleva en su seno aportando un potencial desconocido a todas nuestras acciones.
El alma aclara el pensamiento, fortalece y purifica el sentimiento, genera el acto puro en el que pensar, sentir y actuar, más que fases separadas y distintas, se convierten en el proceso de fluir del ser total. En el alma se restablece la unidad perdida, todas las hojas y las ramas de la vida se unen al mismo tronco, son nutridas por la misma savia; la corriente de la vida canalizada desde el alma inunda de amor el corazón.