Cuando somos bebés, no manejamos las palabras porque no hemos tenido tiempo de aprender el lenguaje verbal. El que utilizamos es el no-verbal: el contacto físico, la proximidad o distancia, el llanto, la risa, los gestos.... Conforme pasan meses y años, aprendemos y usamos el lenguaje verbal, que acabará predominando en nuestras comunicaciones. Pero las palabras no deberían sustituir al lenguaje no-verbal, porque ésta aporta prestaciones que no están al alcance de las palabras.
Pensemos en ese gesto que nos informa mejor del estado de ánimo de nuestro interlocutor que cualquier discurso oral. O en el tono de voz de una persona deprimida que nos impresiona más que lo que dice. En un beso romántico y amoroso, en una mirada cómplice, en una sonrisa seductora...
Dentro de los diversos tipos de comunicación no verbal, y a pesar de su potencial, la comunicación táctil es una de las que menos se prodiga. Tocar y que nos toquen, además de un estímulo placentero, es una necesidad. Nos vamos construyendo como personas en la interacción humana, forjando nuestra autoestima y sociabilidad. Y el vehículo que utilizamos para ello es la comunicación, tanto verbal como no verbal.
Las miradas, la expresión facial, la sonrisa, los gestos, el volumen, entonación e inflexión de la voz, su velocidad y claridad... conforman todo un lenguaje que no sólo complementa y enriquece el mensaje oral sino que constituye todo un abanico de elementos autónomos y con significación propia que otorgan credibilidad y fiabilidad a nuestras palabras, establecen nuestro grado de coherencia y marcan las relaciones que establecemos con los demás.
Las manos son uno de los instrumentos comunicadores por excelencia. La necesidad de que las personas vuelvan a tocarse, de que los afectos más o menos íntimos utilicen para su expresión el lenguaje de las caricias, los abrazos, los saludos, las palmaditas... la están constatando cada día más los especialistas en relaciones humanas, que han comprobado que quienes durante su infancia no recibieron caricias de sus padres son más proclives a mostrar dificultades para dar o recibir afecto, a mantener una postura corporal rígida y a las limitaciones para expresar su emotividad.
Asimismo, manifiestan una tendencia a evitar el contacto físico con los demás, a verlo como algo inapropiado o "sucio". Son vistas como personas distantes, "frías". Al parecer, estas personas evidencian también una dificultad mayor del a habitual para sentirse queridas y aceptadas por lo demás. Esta incapacidad puede conllevar problemas en el manejo de sus habilidades de comunicación y en la gestión de la agresividad que todos llevamos dentro.
Cierto es que el "tocarse" está sujeto a tabúes, prejuicios y normas, que entorpecen que la caricia sea un hábito más en nuestro modo de expresión cotidiano. Hemos interiorizado que tocarnos el uno al otro forma parte de la comunicación erótica y que cualquier uso distinto del sexual o extremadamente afectivo podría ser mal entendido.
La única excepción "consentida" es acariciar a niños con los que mantenemos relación de parentesco o gran afecto y a los adultos con lo que tenemos una relación personal muy cercana o íntima. Y no son pocos los padres y madres que cuidan mucho cuánto y dónde tocan a sus hijos, ante el temor de que sus tocamientos y caricias puedan constituir abuso o algo similar. Es, sin duda, un tema delicado. Además, niños y adolescentes se muestran ariscos o poco receptivos a las caricias de sus padres y parientes, por entender que "eso es cosa de niños pequeños" y ellos se sienten ya mayores. Y como los adultos apenas se tocan, pues...
El miedo a que se malinterprete el gesto táctil nos conduce a no usarlo y así, poco a poco, vamos descartándolo de nuestro repertorio de conductas. Por otro lado, funcionan las normas sociales que marcan tanto el espacio de proximidad que han de mantener las personas como los "tocamientos" considerados correctos.
Todo dependerá de la zona y modo en que se toca y del parentesco o confianza de las personas a las que se toca. Lo peor es que establecen penalizaciones de índole moral para quien rebasa esos límites y el juicio de valor con el que se etiqueta al trasgresor puede ser, cuando menos, insidioso: "es un pulpo, un zalamero que está todo el día tocando".
Así, en lo que respecta al contacto táctil, nos movemos no desde esa necesidad comunicativa sino desde pautas impuestas que asumimos como otras tantas convenciones sociales. Sabemos que tenemos que guardar ciertas formas pero hemos que asumir que tocar a los demás es un calibre de nuestra capacidad de amar y mostrar aprecio, cercanía y compresión a quienes nos rodean.
Es necesario para nuestra salud física y emocional. Y deviene imprescindible para asentar nuestra autoestima porque no sólo deseamos saber que somos queridos, también necesitamos sentirlo, porque ese estímulo sobre nuestra piel significa la ratificación de las palabras, los besos, las miradas.... Tocar y ser tocados es un arte que se aprende con la práctica, que a su vez nos permitirá distinguir el toque tierno y cariñoso del curativo, del consolador, del que nos transmite seguridad o de ese otro de carácter abierta o sugerentemente sexual.
Diferenciarlos ayudará a gestionar nuestras reservas y miedos y a pedir o rechazar los contactos, atendiendo al momento en que nos encontremos. La rigidez facial, la ausencia de sonrisa, la hostilidad, la falta de apertura y espontaneidad podrían tener que ver con el "hambre de piel". Es un apetito emocional que necesita ser saciado, un deseo que debemos intentar (siempre respetando al otro) satisfacer.
Tocar y ser tocado: un tabú a vencer
No dejemos que los prejuicios nos venzan; si el respeto y el sentido de la medida acompañan a la caricia o abrazo, difícilmente el destinatario se sentirá agredido o confuso. En caso de que así fuera, dejemos que nos lo haga saber, y expliquémosle nuestra conducta.
Si no entiende nuestro argumento, desistamos. Simplemente, nos hemos equivocado. No pasa nada, el mundo sigue girando.
La estimulación táctil puede activar las endorfinas, esas hormonas naturales del organismo que controlan el dolor y están relacionadas con la sensación de bienestar.
Sepamos que un gesto dice más que muchas palabras, de ahí que utilizar el tacto pueda contribuir a hacer más fiable, efectiva y entrañable nuestra comunicación.
La mejor manera de expresar afecto, solidaridad, cercanía, cariño, es tocando al otro, haciéndole saber que nuestro cuerpo siente lo mismo que comunicamos con palabras o gestos.
No olvidemos que tocar y ser tocados es una necesidad fisiológica (cualquiera que sea nuestra edad) y emocional.
Nuestra autoestima pasa por el conocimiento de nuestro cuerpo y éste necesita "saberse" desde el sentido del tacto. Acercarse a uno mismo a través de la piel es darse una entidad corpórea con la que poder acercarnos al otro.
Pensemos en ese gesto que nos informa mejor del estado de ánimo de nuestro interlocutor que cualquier discurso oral. O en el tono de voz de una persona deprimida que nos impresiona más que lo que dice. En un beso romántico y amoroso, en una mirada cómplice, en una sonrisa seductora...
Dentro de los diversos tipos de comunicación no verbal, y a pesar de su potencial, la comunicación táctil es una de las que menos se prodiga. Tocar y que nos toquen, además de un estímulo placentero, es una necesidad. Nos vamos construyendo como personas en la interacción humana, forjando nuestra autoestima y sociabilidad. Y el vehículo que utilizamos para ello es la comunicación, tanto verbal como no verbal.
Las miradas, la expresión facial, la sonrisa, los gestos, el volumen, entonación e inflexión de la voz, su velocidad y claridad... conforman todo un lenguaje que no sólo complementa y enriquece el mensaje oral sino que constituye todo un abanico de elementos autónomos y con significación propia que otorgan credibilidad y fiabilidad a nuestras palabras, establecen nuestro grado de coherencia y marcan las relaciones que establecemos con los demás.
Las manos son uno de los instrumentos comunicadores por excelencia. La necesidad de que las personas vuelvan a tocarse, de que los afectos más o menos íntimos utilicen para su expresión el lenguaje de las caricias, los abrazos, los saludos, las palmaditas... la están constatando cada día más los especialistas en relaciones humanas, que han comprobado que quienes durante su infancia no recibieron caricias de sus padres son más proclives a mostrar dificultades para dar o recibir afecto, a mantener una postura corporal rígida y a las limitaciones para expresar su emotividad.
Asimismo, manifiestan una tendencia a evitar el contacto físico con los demás, a verlo como algo inapropiado o "sucio". Son vistas como personas distantes, "frías". Al parecer, estas personas evidencian también una dificultad mayor del a habitual para sentirse queridas y aceptadas por lo demás. Esta incapacidad puede conllevar problemas en el manejo de sus habilidades de comunicación y en la gestión de la agresividad que todos llevamos dentro.
Cierto es que el "tocarse" está sujeto a tabúes, prejuicios y normas, que entorpecen que la caricia sea un hábito más en nuestro modo de expresión cotidiano. Hemos interiorizado que tocarnos el uno al otro forma parte de la comunicación erótica y que cualquier uso distinto del sexual o extremadamente afectivo podría ser mal entendido.
La única excepción "consentida" es acariciar a niños con los que mantenemos relación de parentesco o gran afecto y a los adultos con lo que tenemos una relación personal muy cercana o íntima. Y no son pocos los padres y madres que cuidan mucho cuánto y dónde tocan a sus hijos, ante el temor de que sus tocamientos y caricias puedan constituir abuso o algo similar. Es, sin duda, un tema delicado. Además, niños y adolescentes se muestran ariscos o poco receptivos a las caricias de sus padres y parientes, por entender que "eso es cosa de niños pequeños" y ellos se sienten ya mayores. Y como los adultos apenas se tocan, pues...
El miedo a que se malinterprete el gesto táctil nos conduce a no usarlo y así, poco a poco, vamos descartándolo de nuestro repertorio de conductas. Por otro lado, funcionan las normas sociales que marcan tanto el espacio de proximidad que han de mantener las personas como los "tocamientos" considerados correctos.
Todo dependerá de la zona y modo en que se toca y del parentesco o confianza de las personas a las que se toca. Lo peor es que establecen penalizaciones de índole moral para quien rebasa esos límites y el juicio de valor con el que se etiqueta al trasgresor puede ser, cuando menos, insidioso: "es un pulpo, un zalamero que está todo el día tocando".
Así, en lo que respecta al contacto táctil, nos movemos no desde esa necesidad comunicativa sino desde pautas impuestas que asumimos como otras tantas convenciones sociales. Sabemos que tenemos que guardar ciertas formas pero hemos que asumir que tocar a los demás es un calibre de nuestra capacidad de amar y mostrar aprecio, cercanía y compresión a quienes nos rodean.
Es necesario para nuestra salud física y emocional. Y deviene imprescindible para asentar nuestra autoestima porque no sólo deseamos saber que somos queridos, también necesitamos sentirlo, porque ese estímulo sobre nuestra piel significa la ratificación de las palabras, los besos, las miradas.... Tocar y ser tocados es un arte que se aprende con la práctica, que a su vez nos permitirá distinguir el toque tierno y cariñoso del curativo, del consolador, del que nos transmite seguridad o de ese otro de carácter abierta o sugerentemente sexual.
Diferenciarlos ayudará a gestionar nuestras reservas y miedos y a pedir o rechazar los contactos, atendiendo al momento en que nos encontremos. La rigidez facial, la ausencia de sonrisa, la hostilidad, la falta de apertura y espontaneidad podrían tener que ver con el "hambre de piel". Es un apetito emocional que necesita ser saciado, un deseo que debemos intentar (siempre respetando al otro) satisfacer.
Tocar y ser tocado: un tabú a vencer
No dejemos que los prejuicios nos venzan; si el respeto y el sentido de la medida acompañan a la caricia o abrazo, difícilmente el destinatario se sentirá agredido o confuso. En caso de que así fuera, dejemos que nos lo haga saber, y expliquémosle nuestra conducta.
Si no entiende nuestro argumento, desistamos. Simplemente, nos hemos equivocado. No pasa nada, el mundo sigue girando.
La estimulación táctil puede activar las endorfinas, esas hormonas naturales del organismo que controlan el dolor y están relacionadas con la sensación de bienestar.
Sepamos que un gesto dice más que muchas palabras, de ahí que utilizar el tacto pueda contribuir a hacer más fiable, efectiva y entrañable nuestra comunicación.
La mejor manera de expresar afecto, solidaridad, cercanía, cariño, es tocando al otro, haciéndole saber que nuestro cuerpo siente lo mismo que comunicamos con palabras o gestos.
No olvidemos que tocar y ser tocados es una necesidad fisiológica (cualquiera que sea nuestra edad) y emocional.
Nuestra autoestima pasa por el conocimiento de nuestro cuerpo y éste necesita "saberse" desde el sentido del tacto. Acercarse a uno mismo a través de la piel es darse una entidad corpórea con la que poder acercarnos al otro.