Conflicto es básicamente un choque de voluntades... y el encontronazo surge en primer lugar dentro de cada uno de los combatientes. Cuando un individuo o grupo cree firmemente que tiene la razón con respecto a una idea, una propuesta o una manera particular de hacer las cosas, es fácil perder de vista la visión de conjunto, en la que cada posición ofrece una perspectiva única y valiosa. Y cuando las partes antagónicas de un conflicto se quedan «ancladas» en sus posiciones, ambas pierden la perspectiva necesaria para llegar a una resolución. De hecho, la atmósfera puede calentarse y tensarse tanto que cada bando empiece a considerar la lucha como una cuestión de vida o muerte.
La primera víctima en semejante encontronazo es el potencial que hay dentro de cada uno de nosotros para sentir mediante la experiencia que somos una parte integral del todo... lo suficientemente grande para abarcar una perspectiva de 360 grados y lo suficientemente fuerte para salirse de la dualidad de «o luchar o huir». Hay siempre una tercera opción, que no conlleva ni renunciar a nuestra propia verdad tan hondamente sentida, ni forzar a otro contra su voluntad a someterse a nuestros propios deseos. Esta tercera opción requiere que primero relajemos nuestro puño cerrado para formar una mano abierta, y que también el corazón y la mente permanezcan abiertos.
Sólo se necesita que uno de los combatientes salga del campo de batalla para que cambie toda la situación. No «rindiéndose» o retirándose para planear una estrategia más astuta, sino ascendiendo a un plano más alto desde el que la perspectiva lo abarque todo. Tanto la energía como la visión son contagiosas: ya sea un contagio de la actitud defensiva, la ira y el miedo, o del entendimiento de que cada uno de nosotros es un miembro único y valioso del gran todo.
El primer paso en esa ascensión es dar un paso atrás desde el embrollo presente para calmarnos. Fundamentalmente la tarea empieza con uno mismo. Preguntándonos primero, sin querer echarle la culpa a nadie, cómo comenzó el conflicto. Buscar la raíz de la contienda en nosotros mismos y en nuestras propias intenciones, y desviar el foco de cualquier preocupación que pudiéramos tener con «el otro».
Cada uno de nosotros ha aprendido todo tipo de técnicas de «supervivencia» en un mundo que venera a los poderosos y a los que adoptan una acción dinámica, agresiva; en una palabra, a los «vencedores». Pero con demasiada frecuencia los «vencedores» necesitan «perdedores», y nadie quiere ser uno de ellos. ¿Qué teníamos miedo de perder al principio de este incidente? ¿Y hemos optado por dejarnos guiar por ese miedo en vez de por la percepción de nuestra propia fuerza y valía?
Mirando dentro de nosotros para identificar nuestra propia aportación en un conflicto podemos aprender mucho acerca de nosotros mismos y de nuestros miedos e inseguridades. Viéndolos claramente, conseguimos humildad para perdonar y ser perdonado, fortaleza para asumir la responsabilidad de nuestras propias debilidades y compasión por las debilidades de los demás.
A veces, lo mejor que se puede hacer es retirarnos de un conflicto incluso antes de que empiece. Si es demasiado tarde para eso, lo mejor puede ser retirarse de él en cuanto empiece. Una cosa acerca del ansia de poder presente en la raíz de todos los conflictos: si tú no entregas tu poder, nadie puede quitártelo. Cuando tú mantienes intacto tu poder, se acabó el juego.
Es siempre el ego el que se siente provocado: el yo auténtico sabe exactamente quién es y cuál es su posición. Y el viejo proverbio es cierto: «Al luchar tendemos a volvernos como nuestros enemigos». No quieres que te pase eso, ¿o sí?
Abrirse a la posibilidad de unificación ayuda a desprenderse de las «anteojeras» que limitan nuestra visión, y hace posible que las viejas rigideces den paso a la flexibilidad. Al hacer estos «deberes» —la tarea de uno mismo— se hace posible un mayor entendimiento, y se origina una aproximación más espontánea a la vida cotidiana.
Cada situación o conflicto que lleva todas las de perder oculta un posible desenlace beneficioso para ambas partes. Los que están en la posición de «derrotar» realmente a sus oponentes tienen una responsabilidad especial una oportunidad única para buscar la solución que traiga beneficios duraderos para ambas partes, en vez de conformarse con saborear una victoria que está destinada a ser momentánea.
No intentes siquiera empezar algo nuevo hasta que se haya resuelto el presente conflicto. Igual que sacarte una astilla del pulgar, es doloroso pero necesario para evitar más daños. Éste es un buen momento para llamar a un mediador imparcial si hay uno disponible, que pueda aportar luz en las áreas en las que no hay claridad.
Cuando las cosas alcanzan un punto de ebullición, la llama que hay bajo la olla no se apaga mágicamente por misma. No importa lo difícil que pueda parecer, es esencial esforzarse con firmeza para alcanzar un acuerdo. Al principio, al ego esto le parece exasperante, porque no hay nada que el ego odie más que la apariencia de vulnerabilidad.
La primera víctima en semejante encontronazo es el potencial que hay dentro de cada uno de nosotros para sentir mediante la experiencia que somos una parte integral del todo... lo suficientemente grande para abarcar una perspectiva de 360 grados y lo suficientemente fuerte para salirse de la dualidad de «o luchar o huir». Hay siempre una tercera opción, que no conlleva ni renunciar a nuestra propia verdad tan hondamente sentida, ni forzar a otro contra su voluntad a someterse a nuestros propios deseos. Esta tercera opción requiere que primero relajemos nuestro puño cerrado para formar una mano abierta, y que también el corazón y la mente permanezcan abiertos.
Sólo se necesita que uno de los combatientes salga del campo de batalla para que cambie toda la situación. No «rindiéndose» o retirándose para planear una estrategia más astuta, sino ascendiendo a un plano más alto desde el que la perspectiva lo abarque todo. Tanto la energía como la visión son contagiosas: ya sea un contagio de la actitud defensiva, la ira y el miedo, o del entendimiento de que cada uno de nosotros es un miembro único y valioso del gran todo.
El primer paso en esa ascensión es dar un paso atrás desde el embrollo presente para calmarnos. Fundamentalmente la tarea empieza con uno mismo. Preguntándonos primero, sin querer echarle la culpa a nadie, cómo comenzó el conflicto. Buscar la raíz de la contienda en nosotros mismos y en nuestras propias intenciones, y desviar el foco de cualquier preocupación que pudiéramos tener con «el otro».
Cada uno de nosotros ha aprendido todo tipo de técnicas de «supervivencia» en un mundo que venera a los poderosos y a los que adoptan una acción dinámica, agresiva; en una palabra, a los «vencedores». Pero con demasiada frecuencia los «vencedores» necesitan «perdedores», y nadie quiere ser uno de ellos. ¿Qué teníamos miedo de perder al principio de este incidente? ¿Y hemos optado por dejarnos guiar por ese miedo en vez de por la percepción de nuestra propia fuerza y valía?
Mirando dentro de nosotros para identificar nuestra propia aportación en un conflicto podemos aprender mucho acerca de nosotros mismos y de nuestros miedos e inseguridades. Viéndolos claramente, conseguimos humildad para perdonar y ser perdonado, fortaleza para asumir la responsabilidad de nuestras propias debilidades y compasión por las debilidades de los demás.
A veces, lo mejor que se puede hacer es retirarnos de un conflicto incluso antes de que empiece. Si es demasiado tarde para eso, lo mejor puede ser retirarse de él en cuanto empiece. Una cosa acerca del ansia de poder presente en la raíz de todos los conflictos: si tú no entregas tu poder, nadie puede quitártelo. Cuando tú mantienes intacto tu poder, se acabó el juego.
Es siempre el ego el que se siente provocado: el yo auténtico sabe exactamente quién es y cuál es su posición. Y el viejo proverbio es cierto: «Al luchar tendemos a volvernos como nuestros enemigos». No quieres que te pase eso, ¿o sí?
Abrirse a la posibilidad de unificación ayuda a desprenderse de las «anteojeras» que limitan nuestra visión, y hace posible que las viejas rigideces den paso a la flexibilidad. Al hacer estos «deberes» —la tarea de uno mismo— se hace posible un mayor entendimiento, y se origina una aproximación más espontánea a la vida cotidiana.
Cada situación o conflicto que lleva todas las de perder oculta un posible desenlace beneficioso para ambas partes. Los que están en la posición de «derrotar» realmente a sus oponentes tienen una responsabilidad especial una oportunidad única para buscar la solución que traiga beneficios duraderos para ambas partes, en vez de conformarse con saborear una victoria que está destinada a ser momentánea.
No intentes siquiera empezar algo nuevo hasta que se haya resuelto el presente conflicto. Igual que sacarte una astilla del pulgar, es doloroso pero necesario para evitar más daños. Éste es un buen momento para llamar a un mediador imparcial si hay uno disponible, que pueda aportar luz en las áreas en las que no hay claridad.
Cuando las cosas alcanzan un punto de ebullición, la llama que hay bajo la olla no se apaga mágicamente por misma. No importa lo difícil que pueda parecer, es esencial esforzarse con firmeza para alcanzar un acuerdo. Al principio, al ego esto le parece exasperante, porque no hay nada que el ego odie más que la apariencia de vulnerabilidad.