Cuando decidimos no echar la culpa —dice Mípham Rímpoche—, el mundo se abre. Comenzamos a apreciar las idiosincrasias de la vida. Tenemos más imaginación y nos volvemos más capaces de descubrir cómo avanzar con creatividad.
Echar la culpa es un asunto delicado. Cuando tratamos de encontrar un culpable fuera de nosotros mismos, estamos fracasando en el trabajo con nuestra propia mente. En vez de mirar hacia dentro, o de tener una perspectiva mayor y ver la transparencia de toda la situación, nos airamos. “Si el taxista que iba delante de mí hubiera ido más rápido, no habría llegado tarde al trabajo.” “Si otro hubiese limpiado la cocina, estaría viendo mi programa favorito de televisión en vez de tener que estar fregando este suelo.” Incluso si encontramos a alguien a quien podemos culpabilizar de nuestro dolor razonadamente, comportarnos en la vida de este modo no proporciona un verdadero alivio. Echar la culpa no hace más que sentar las bases para un mayor sufrimiento y descontento.
Parece que el mundo se está convirtiendo en un lugar demasiado pequeño como para que todos andemos blandiendo el arma de echar la culpa. ¿A dónde puede ir a parar todo esto? Cuando estamos desilusionados o frustrados, cuando estamos sufriendo o no tenemos un buen día, tendemos a buscar un objeto para echarle la culpa. “Si sólo esto cambiara, no tendría este problema” se convierte en nuestro mantra.
Mientras estemos buscando a alguien a quien culpar, nuestra mente es incapaz de calmarse. Cuando nos situamos en un marco mental en el que estamos constantemente intentando encontrar alguien o algo en el mundo a quien proyectar nuestro estado de infelicidad, haciéndole responsable de él, abandonamos la posibilidad de armonía.
Echar la culpa es una forma de agresión. Buscar fuera un objeto al que podamos imputar nuestra negatividad e irritación obstaculiza nuestra capacidad de tener paz. El camino de la meditación nos alienta a ser más grandes y más maduros, a ser más abiertos. Sugiere que nos hagamos responsables de nuestro comportamiento. Esto significa que un día tendremos simplemente que dejar de culpar al mundo.
En el camino de la meditación, reconocemos la actividad de nuestra mente de un modo muy pragmático, lo que proporciona una oportunidad de observar la actividad de la culpa. En lugar de irradiar negatividad, podemos ver que el origen real de nuestro descontento es que no estamos dispuestos a trabajar con nuestra mente. Mientras sigamos buscando un lugar al que atribuir nuestro descontento y agresión, estamos ignorando la posibilidad de desenraizarlos por medio de la sabiduría. Podríamos estar usando la mente para comprender que la agresión misma es vacía, condicionada y necia.
Esto lo vemos cuando tenemos la suficiente capacidad de darnos cuenta de lo que nos pasa, y entonces dejamos de ser tan propensos al hábito de echar la culpa. Lo cual no significa que nos hagamos masoquistas y nos culpabilicemos, sino que nos damos cuenta de que el dolor y el sufrimiento —sea como sea nuestro día— son una realidad muy básica. Podemos ver que lo estamos pasando mal, que estamos sufriendo, y eso abre nuestro corazón y nuestra mente a la realidad de que, sin importar a quien encontremos para echar la culpa, ese individuo sufre también.
Echar la culpa es un asunto delicado. Cuando tratamos de encontrar un culpable fuera de nosotros mismos, estamos fracasando en el trabajo con nuestra propia mente. En vez de mirar hacia dentro, o de tener una perspectiva mayor y ver la transparencia de toda la situación, nos airamos. “Si el taxista que iba delante de mí hubiera ido más rápido, no habría llegado tarde al trabajo.” “Si otro hubiese limpiado la cocina, estaría viendo mi programa favorito de televisión en vez de tener que estar fregando este suelo.” Incluso si encontramos a alguien a quien podemos culpabilizar de nuestro dolor razonadamente, comportarnos en la vida de este modo no proporciona un verdadero alivio. Echar la culpa no hace más que sentar las bases para un mayor sufrimiento y descontento.
Parece que el mundo se está convirtiendo en un lugar demasiado pequeño como para que todos andemos blandiendo el arma de echar la culpa. ¿A dónde puede ir a parar todo esto? Cuando estamos desilusionados o frustrados, cuando estamos sufriendo o no tenemos un buen día, tendemos a buscar un objeto para echarle la culpa. “Si sólo esto cambiara, no tendría este problema” se convierte en nuestro mantra.
Mientras estemos buscando a alguien a quien culpar, nuestra mente es incapaz de calmarse. Cuando nos situamos en un marco mental en el que estamos constantemente intentando encontrar alguien o algo en el mundo a quien proyectar nuestro estado de infelicidad, haciéndole responsable de él, abandonamos la posibilidad de armonía.
Echar la culpa es una forma de agresión. Buscar fuera un objeto al que podamos imputar nuestra negatividad e irritación obstaculiza nuestra capacidad de tener paz. El camino de la meditación nos alienta a ser más grandes y más maduros, a ser más abiertos. Sugiere que nos hagamos responsables de nuestro comportamiento. Esto significa que un día tendremos simplemente que dejar de culpar al mundo.
En el camino de la meditación, reconocemos la actividad de nuestra mente de un modo muy pragmático, lo que proporciona una oportunidad de observar la actividad de la culpa. En lugar de irradiar negatividad, podemos ver que el origen real de nuestro descontento es que no estamos dispuestos a trabajar con nuestra mente. Mientras sigamos buscando un lugar al que atribuir nuestro descontento y agresión, estamos ignorando la posibilidad de desenraizarlos por medio de la sabiduría. Podríamos estar usando la mente para comprender que la agresión misma es vacía, condicionada y necia.
Esto lo vemos cuando tenemos la suficiente capacidad de darnos cuenta de lo que nos pasa, y entonces dejamos de ser tan propensos al hábito de echar la culpa. Lo cual no significa que nos hagamos masoquistas y nos culpabilicemos, sino que nos damos cuenta de que el dolor y el sufrimiento —sea como sea nuestro día— son una realidad muy básica. Podemos ver que lo estamos pasando mal, que estamos sufriendo, y eso abre nuestro corazón y nuestra mente a la realidad de que, sin importar a quien encontremos para echar la culpa, ese individuo sufre también.
El Buda esbozó cuatro verdades básicas. La primera verdad es la del sufrimiento. Podemos tener la impresión de que hay personas que sufren y otras no. Pero al decir “verdad” nos referimos a que es relevante para todos, no a que sea “verdad para algunos y no para otros” o “verdad unos días sí y otros días no.” Vivimos en un mundo donde el sufrimiento es la constante.
No deberíamos sorprendernos si descubrimos el dolor en nuestra vida; no deberíamos tomarlo como una ofensa personal. Todo el mundo tiene días malos, todo el mundo tiene dificultades, y culpar a otra persona no va a cambiar esa verdad. Echar la culpa es una manera de evitar esa verdad. No hemos fracasado como seres humanos si sufrimos. De hecho, el sufrimiento sienta las bases para comprendernos a nosotros mismos y para comprender a los demás.
Echar la culpa es un obstáculo en el camino hacia la apertura mental y la comprensión. Si culpamos a los demás cuando el mundo no gira a nuestro gusto, estamos creando unos estrechos parámetros en los que ha de encajar todo. No vemos otra salida para resolver nuestro problema; ninguna otra cosa servirá. Echar la culpa nos ancla al pasado y nos empequeñece. Nuestras posibilidades se limitan a una pequeña situación. ¿Dónde nos va a llevar ese camino de la culpa?
En esta época en que es tan fácil culpabilizar a otros países, a otras culturas, a otras maneras de pensar, echar la culpa solo agravará cualquier situación. Incluso cuando experimentamos un suceso sumamente doloroso y nos creemos totalmente justificados para señalar con el dedo una persona o un grupo concreto, estamos eligiendo empequeñecernos. Estamos confirmando una tendencia habitual y dificultando nuestra capacidad de crecer como seres humanos.
La madurez que cultivamos por medio de la meditación nos proporciona la base desde la cual podemos intentar comprender a los demás en vez de culparles. Como ha afirmado el Dalai Lama, la invasión china se convirtió en un maestro, un poderoso reto para aumentar la compasión, una oportunidad para comprender que cuando la gente hace algo que daña a los demás, ella misma está sometida al miedo y al engaño. En lugar de reconstruir en la cabeza los mismos sucesos y apuntar repetidamente la flecha de la culpabilidad a la diana que hemos elegido, también podemos decidir conscientemente girar nuestras mentes hacia algo más grande. En vez de invertir en la fijación, podemos trabajar en soltar.
Este proceso requiere disciplina y conduce a la alegría. Cuando vemos nuestra tendencia a echar la culpa y decidimos no hacerlo, el mundo se abre y entonces tenemos mucho más espacio en nuestra mente para maniobrar. Mientras que antes estábamos bajando por una carretera de un solo carril, ahora nos encontramos en una gran pradera. Sin las restricciones de la culpa, somos capaces de sentir nuestra inteligencia natural, nuestra compasión innata. Tenemos acceso a una fuente profunda de comprensión que puede incluso avivar nuestro sentido del humor. Comenzamos a apreciar las idiosincrasias de la vida. Tenemos más imaginación y nos volvemos más capaces de descubrir cómo avanzar con creatividad.
Se requiere confianza y valentía para no seguir el camino de la culpa. Vamos contra la corriente. Como estamos actuando desde un profundo sentido del darse cuenta de nosotros mismos, no somos tan predecibles. Los demás pueden pensar que somos estúpidos o que estamos locos; puede incluso que sorprendamos a la persona que espera que le echemos la culpa. Pero no somos estúpidos, de hecho, somos un poco más sabios. Esta mezcla de sabiduría y valentía nos capacita para estar más en paz con nosotros mismos. Hemos encontrado el camino de la compasión y la virtud.
Nuestros ojos y oídos, nuestra mente y corazón, tienen más capacidad para comprender. Al tomar el camino de no echar la culpa, nos dirigimos hacia un futuro que incluye la alegría y la libertad.